Por Gabriel Ríos
El texto de Ríos plantea una crítica contundente a la manipulación en sus diferentes formas históricas y contemporáneas. Aunque su tono es bastante pesimista, ofrece un análisis lúcido de cómo los sistemas de poder han evolucionado para adaptarse a las dinámicas modernas, erosionando la privacidad y la autonomía del individuo.
Antes de exponer mis ideas, quiero acreditar lo que de bueno tengan a Pascal Lottaz y sus invitados,
mientras que los errores y desatinos son solamente de mi exclusiva autoría.
Un buen número de personas, notablemente las entradas en años, acarrean –no lo comparto– aquel viejo
dicho de que “Todo tiempo pasado fue mejor.” ¿Qué puede estar escondido en este refrán popular y el
llamado conflicto generacional, que hoy en día tienen alma electrónico-digital y cuerpo sintético?
Hasta antes de la Segunda Guerra Mundial (1939), la radio y las costumbres seguían un mismo camino, el
de que si la vida no era color de rosa bien podía ser imaginada y tratar de ser vivida como tal. La
manipulación de la gente, sin importar el nivel socioeconómico, estaba en un velado apogeo, abrevando
en las ideas de Edward Bernays, sobrino de Sigmund Freud y connotado creador de las relaciones
públicas y la propaganda. Quizá fue la Segunda Guerra Mundial el detonante de que el rosa de antaño se
tornara en una paleta de colores pardos y hasta siniestros a mediados del siglo XX.
Para los negocios, el dicho de Benjamin Franklin –“Time is money”– estaba más vigente que nunca pero
se enfrentaba a nuevas realidades. Nuestros vecinos gringos acometieron entonces dos tareas: A nivel
doméstico, inventaron la familia feliz consistente en un esposo proveedor desde su empleo corporativo,
una esposa y madre de cuatro criaturas que aliviaba su carga con aparatos electrodomésticos y una
propaganda mediática que reforzaba ese paradisíaco cuadro. A nivel de Europa y Japón, era la ayuda
económica condicionada la vía para su reconstrucción y domesticación.
El agotamiento de las rutinas así establecidas y la invención de la píldora anticonceptiva se alzaron contra
ese status quo, fuego avivado por siquiatras y activistas de todo tipo, y hubo necesidad de encontrar
nuevas formas de manipulación de la gente. La guerra de Vietnam y su némesis en los campii de
California, la puñalada nixoniana a los acuerdos de Bretton Woods y el surgimiento de japoneses
industrializados y árabes petrolizados requirieron una cultura de “franqueza” – “You know body, I mean,
I’m honest, etc.”, no del todo efectiva.
Cuando la realidad pisaba los talones a los yanqui, tanto con enemigos como con aliados incómodos,
Reagan, Thatcher y Wojtila relanzaron al capitalismo –neoliberalismo– debilitando a la Unión Soviética
con guerras proxy y a las personas incrementando la inequidad en la distribución de la riqueza. Con los
soviéticos noqueados, los gringos enfrentaban a la realidad de ser los amos, ergo el foco de ataques de
toda índole; las nuevas armas para combatir a esta realidad fueron el desarrollo tecnológico bélico y el
despliegue urbi et orbi de las tecnologías de la información y la comunicación.
Entonces las relaciones públicas y la propaganda reconvierten los conceptos de lugar y tiempo y
recapturan el control de las personas, ahora contraponiendo a individuos más que a naciones o a
organizaciones religiosas. Afloran la esquizofrenia –lo que piensa cada persona y que mantenía en sigilo–
y, por otro lado la paranoia –miedo a todo, notablemente a lo que no existe– en las redes sociales, en el
anonimato declarado o de seudónimo, frecuentemente violentos, pero sobre todo, y como siempre,
manipulados ad nauseam por los grupos de interés. La estética ideológica, ahora se llama
eufemísticamente “influencer”, “narrativa”, “emojis”, “podcast”, et cetera, con post-producción de
imágenes donde solamente los expertos pueden distinguir qué es fake y qué es auténtico.
Retomo y refraseo el inicio de este artículo: “Toda manipulación pasada fue más llevadera.”
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