Arturo Miranda Montero
Pues como no nos van a decir qué con el parte de guerra, también tendremos que dedicarnos a ver otras cosas guanajuatenses.
52 años llevamos de festival cervantino. No es solo una fiesta, es, desde el principio, una política pública para traer turismo cultural a una ciudad única.
Y sí, con los vaivenes políticos gubernamentales, ese festival que se quería celebratorio de las letras y sus cercanías, ha devenido en uno más de los fandangos que se pueden ver por todas partes.
Un festival como el que se quiso y que tuvo sus años, pudo celebrarse con miras intelectuales y presupuestos asignados. Cuando ese festival se institucionalizó tuvo que someterse a los criterios administrativos de cada año. Una dependencia del ejecutivo federal hubo de tener acuerdos con el gobierno guanajuatense y con su municipio sede para armarlo año tras años, sometido a los criterios de sus dirigentes. Unos buenos directores y otros simples administradores, como ahora.
Dirigir un esfuerzo cultural implica la obligación de una cabeza que lo piense, que lo vea como obra de arte para ser interpretado por todos los maestros que intervienen en su realización. Es como una orquesta bajo la batuta de un director que pensó, decidió y organizó con una intención precisa. Eso no ocurre ahora porque la cabeza es una simple pieza del aparato burocrático.
Sin rumbo, el festival seguirá siendo una fiesta al uso para la masificación que acude al tianguis en que han convertido la ciudad.
Cuando la presidenta dice eufórica que ya llegó el cervantino porque ya están los jipis, arranca entonces el mercadeo de pulgas que es lo único que deja.
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