Arturo Miranda Montero
Estos días que hemos visto cómo se comportan nuestros gobernantes allá arriba y acá, abajo, se puso en evidencia, otra vez, que entre nosotros al que llega al poder le encanta hacer lo que se le dé su regalada gana: No me vengan con que la ley es la ley.
Cualquier presidentillo pueblerino y ambicioso manda al diablo reglamentos y ordenanzas que le obligarían a comportarse; desde luego, su ayuntamiento está más que cebado, corrompido. Por eso tiene manos libres.
Por ejemplo, las momias de Guanajuato son, en la práctica, juguete jugoso para el que las alquila aquí y allá. Qué demonios importa que sean cadáveres de personas que tuvieron una vida. Que descansen en paz ni que ocho cuartos, a darle que la casa pierde.
El gran problema mexicano para vivir en democracia es esa actitud del mandón, del que hace y dice que sólo sus chicharrones truenan y háganle como quieran. Eso ha atravesado, y atraviesa, la historia y el territorio. No somos una república democrática en realidad, somos, eso sí, una simulación de abajo hasta arriba.
Al gobernante mexicano, de todos los órdenes, no les gusta nadita que se les controle, que se les fiscalice ni rendir cuentas. Lo suyo es hablar mareadoramente para aparentar que hacen cosas buenas. Por eso los congresos y los ayuntamientos no son verdaderos contrapesos, por eso también, los tribunales son despreciados y, desde luego, los que saben no tienen cabida en esos gobiernos porque estorban el libre accionar.
La arbitrariedad, el agandalle en el cargo y la ocurrencia son lacras que deberíamos combatir a la hora de elegir malandrines como Alejandro Navarro, por ejemplo.
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