Arturo Miranda Montero
En la era del echaleganismo, del éxito como misión instantánea y de la rapidez para no envejecer de oquis, los que se meten a la política viven urgidos: tienen que lograr el próximo puesto a como dé lugar.
Desde siempre, las promesas quieren vernos en un futuro promisorio: tendremos una salud como el primer mundo, una educación envidiable, una economía sólida, una moneda mamalona, y así todo mundo en la promesa a flor de boca. Utilizando recursos públicos y otros oscuros, regalan cobijas, calentadores, tinacos, becas de ocasión, ofrecen pensiones de tanto en tanto, las mochilas y bolsas aparecen por todas las calles a lomos o brazos de medio mundo ostentando los colores identitarios; las pintas de bardas se suceden implacables y postes y mobiliario urbano comienzan a ostentar pegatinas y pintas indicativas.
Del gasto en medios de comunicación, redes sociales, empresas de publicidad, asesores en campañas y comunicación ad hoc, ya ni hablar: allí se ven millonadas, muchas más de las que se pueden fiscalizar. En definitiva, las precampañas y las campañas son un tiradero de dinero mayúsculo; eso sí es contar dinero delante de los pobres. ¿Y todo eso para qué? Para agandallarse el poder. Porque una vez logrado el puesto, nada de compartirlo. Capturar el poder es tarea que requiere de muchos recursos, seas político profesional, seas partido político o seas “empresa” del crimen organizado, que esos son los beneficiarios de un bien escaso, el poder tan anhelado.
Y nunca sobrará recordar que esos que copan el poder lo hacen mediante nuestros votos, les creamos sus promesas o no. Siempre queremos un futuro mejor, y de allí se agarran.
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